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Actualizado: 24 sept 2018

I. Introducción


Un joven con anhelos de escritor viaja a Paris en busca de inspiración para fraguar, por fin, su gran novela. Carcomido por el fracaso, y harto de la banalidad de su tiempo, se refugia en una nocturna caminata parisina: siente que no pertenece a este mundo consumista, superfluo e insensible. Él se piensa de otra época; su lugar está en el pasado: en los gloriosos años 20. Seguramente, si viviese en aquella era dorada, piensa, podría engendrar su gran obra, esas letras de las que se sabe poseedor pero que aún no logra asir entres sus dedos. Mas este fútil Siglo XXI le

tiene encarcelado. Por eso, derrotado, perdido y ebrio, acomoda su desgracia en una banqueta. Escucha, tristemente impávido, las doce campanadas del reloj. Y entonces, un carro antiguo se detiene frente a él. Le invita a subir. Acepta. De golpe, todo el paisaje le parece anticuado; sus acompañantes visten fuera de moda y su modo de hablar es vetusto. Algo sucedió en el espacio tiempo. La misteriosa pareja que le acompaña espeta su nombre: Zelda Sayre y Francis Scott Fitzgerald. Imposible. Debe ser un sueño. Se ven tan cándidos, casi párvulos, radiantes. Excitado, les sigue sin explicarles que él viene del futuro. Entran a un bar y ocurre otro milagro, los Fitzgerald se encuentran con uno de sus grandes amigos: ni más ni menos que Ernest Hemingway, en su etapa de irreverente juventud. Velada encantadora, inexplicable, inverosímil.


Pero al salir del bar la magia se acaba y en un pestañeo regresa al Siglo XXI, donde pertenece. Ansioso, la noche siguiente vuelve al sitio donde escuchó aquellas doce campanadas, sonidos llave del tiempo; lo logra: está de nuevo en el pasado. Luna tras luna, repite con éxito el ritual. Y en esos viajes, al Paris de la llamada Generación Perdida, conoce a Picasso, Dalí, Buñuel, Gertrude Stein, Belmont: vive de primera mano grandes momentos de la historia literaria. Y es ahí que descubre que aquellos están carentes del heroísmo que él les adjudicaba: el pasado no es lo que pensó. La gloria del ayer se desvanece… Descubre que la miseria del mundo de la que quería escapar también se respira en los idealizados años veinte. Y aún peor, sus ídolos, con los que ahora conversa como uno más, desprecian su época por catastrófica y repugnante. No ven oro en esa, posteriormente afamada, segunda década del siglo pasado, sino peste: ellos añoran el Siglo XIX donde, dicen, no existían los vicios de su tiempo. Para nuestro viajero, reescribiendo a Hemingway: Paris [ya no] era una fiesta.


Ese es el tema de Media noche en Paris, del genial Woody Allen: el desprecio del presente ante la nostalgia del pasado; el encarecimiento de lo inmediato tras la veneración de lo remoto; el no actuar en el ahora porque la gloria estuvo reservado para eso que fue, que ya no es y que jamás volverá. Pues en el memorable ayer, era hasta natural semejante resplandor; pero en el funesto ahora, sería impensable.



Hoy, a casi 50 años del movimiento estudiantil de 1968: ¿Será que estamos cometiendo el mismo error que aquel joven con anhelos de escritor? ¿Será que tendemos a idealizar tanto dicho episodio nacional que, con ello, sin intensión ni conciencia, nos convencemos de que no somos capaces de producir un hito semejante? ¿Será que, conforme pasa el tiempo, más nos acostumbramos a voltear al 68 desde una paralitica nostalgia?


Pero la cuestión no termina allí. La avería en el microscopio no se resume a una falla en el análisis de la temporalidad. Pues la veneración del pasado no sólo encierra un desprecio al presente, percepción que -como veremos después- mengua nuestro potencial de acción trasformadora, sino que también implica un menosprecio a la posibilidad de transformación social, de toda tierra que no sea la capital. Al igual que el protagonista de la obra de Woody Allen, es probable que cometamos ese error fatal: pensar que tenemos que mudarnos a París para convertirnos, por fin, en el escritor que siempre soñamos ser; creer que existe un lugar ad hoc, único e irreemplazable, para lograr nuestros cometidos. Es decir, entre tanta centralidad política, económica y educativa en México, podríamos errar al suponer que los baluartes de la historia sólo suceden y pueden suceder en el epicentro nacional, en aquel Valle de Anáhuac que tiembla y se moldea al son de los Goyas pumas y Huelums politécnicos. Quiero decir que, quizá sin pretenderlo, casi inocentemente, al apuntar la historia con tal ceguera geográfica, anulando toda actividad sucedida fuera del centro, mutilamos la posibilidad de la periferia de entonar en el concierto nacional. Pues con tal enfoque, desechamos las propiedades de nuestra tierra provinciana; al creer que el terreno del foco es más fértil, guardamos las semillas y las llevamos allá, donde seguro crecerán mejor; porque aquí: ¿qué podría crecer aquí?



He allí, amables lectores, el contexto de dudas, preguntas y problemáticas que flotan y dan origen al presente ensayo. A partir de tales, y desde mi posición como joven que emigró a la Ciudad de México para continuar con sus estudios en la Universidad Nacional, me sumerjo en la reflexión de ese cataclismo no desde la

simplista y reduccionista ubicación centralista y citadina de la capital, sino desde una pesquisa que aboga por los puntos inexplorados del mapa histórico.

Rondan así, dos anhelos en estas letras: 1) voltear al pasado desde casa y 2) remembrar a esa nuestra Generación Perdida pero ya no desde un romanticismo de efeméride, de enciclopedia melancólica, sino a partir de un anhelo de praxis, desde una vocación de aprendiz. El objetivo: revisar sus pasos para fecundar y alimentar los nuestros. Desprendernos de la adulación estéril y sentimentalista, desmembrar el mito, descentralizar la historia, para, con ello, ampliar el margen y capacidad de acción de nuestro tiempo y espacio.


Voltear al ayer desde el ahora y más aún: desde el aquí. Dejar a un lado la reflexión por el mero afán erudito, no por la equivoca creencia de que el trabajo de escritorio es insuficiente ni por un exacerbado deseo de praxis, sino porque, como veremos, las consecuencias de aquel Movimiento Estudiantil de 1968 siguen modulando nuestra realidad. No solo por la herida que aún arde, sino porque la inercia de su acción aun no se detiene; nos siguen dando lecciones, proponiendo directrices, susurrando caminos. Sus enseñanzas son su voz. Empero, el mito que encierra al 68 nos impide escucharle. Por eso, es preciso superar el homenaje lacrimoso y honrarles dándole continuidad a su epopeya y no llorándoles en la galería de un museo.


Seis lecciones del movimiento estudiantil de 1968. [Parte 1]

Javier Cuéllar Durán.

Octubre-noviembre de 2017, París, Francia.



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