Cartas a Madrid: Un ensayo sobre México.
- Javier Cuellar Duran
- 24 sept 2018
- 5 Min. de lectura
La sociología del aeropuerto:
Llegas tarde, corriendo. La puntualidad no es lo tuyo. Tu castigo: ser el último en la fila. Desde ahí te das cuenta que vas camino a otro planeta: en frente, alguien habla por teléfono un indescifrable holandés; junto a ti, una rubia, cansada de esperar, lee en voz baja “La Montaña Mágica” de Thomas Mann. Reconoces la portada porque adoras ese libro: te sientes orgulloso de identificarlo. Pero tu placer durará poco pues en su voz y en su acento te parecerá que es otra obra; la insospechada musicalidad de su idioma le da otro sentido, intensión y significado a esa Montaña de la que te creías conocedor: aterrado sientes como si nunca hubieses leído a Thomas Mann. Te duele hondo, y cual niño burlado por años, te descubres timado por tu lengua.
De pronto, un cuerpo de dos metros te mira hacia abajo, inquisitivo, como incrédulo de ti. Su atisbo te avasalla, como si no merecieras este viaje, poner tus pies en su suelo, como ellos lo pusieron sobre el nuestro. Será que la conquista es un derecho que no todos tienen, será que esparcir la civilización por el mundo es un privilegio del hombre blanco; y lo contrario, lo que haces tú ahora, no es más que una migración vulgar, nauseabunda contaminación de la cultura de la santa tierra occidental. Será por eso que los muros ganan las presidenciales, será por eso que los desplazados de medio oriente no encuentren refugio, será por eso que los africanos escapan de su penumbra no sin la visa de ilegales. Sus ojos vomitivos te intimidan, te piensas a ti mismo como un invasor, como un mojado cruzando la frontera, como si no hubiera merito en que tú, precisamente tú, conozcas Europa. Sin razón, sientes una especie de vergüenza de ti mismo. Te avergüenza avergonzarte.

Por suerte, a la distancia un francés te distrae y llama tu atención, quieres quitarle los ojos de encima, pero todo en él es como un imán y te envuelve en su escena: ¿por qué pelea con esa chica tan bella? Sus ojos verdes te descubren y apenado quiebras la mirada. Tratas de reprimir tu ansiedad visual, pero terminas dejándote llevar no sin culpa: repasas a los pasajeros uno a uno casi sin disimulo mientras te maldices por hacerlo. La tónica del color es el blanco; tú eres la piedrita en ese arroz. La altura promedio es de 1.80; la tuya tiene un déficit de diez centímetros. El costo promedio de la ropa que traen encima es aproximado al total que traes tú en la maleta. Sus manos y cara lisas, sin manchas ni cicatrices, contraponen con los callos de tus palmas y las rasgaduras de sol y milpa en tu rostro. Sus computadoras, tablets, teléfonos y relojes inteligentes, contra tu “tamagochi” a blanco y negro. Su naturalidad en una sala de espera de aeropuerto, contra la impasividad de tu primera vez. Aún estás en tu país, pero eres tú el extranjero. Borrones de incomodidad te invaden, como si todos te miraran ajeno.
Es de noche. Llueve. Entre un mal presagio comienzan a abordar. Es tu primer vuelo y nunca habías estando con gente tan opuesta a ti. Sientes como el frio se cuela por el túnel de abordaje y navajea tu nariz. El filo te cruza las venas: te asalta un intranquilo corazón miedoso. En medio del ajetreo escuchas una instrucción en holandés, luego en inglés, entre la confusión ya no sabes si también hubo español. Te molesta que nada esté en tu idioma. La afrenta te parece natural, y recuerdas a Fuentes y Paz hablar sobre el malinchismo mexicano: lo extranjero prepondera, siempre es mejor.
Abordas y alguien poco cortes ocupa el lugar de tu equipaje. Realmente no te incomoda así que te sientas y abrazas tu mochila; te regaña una azafata. Te paras y le buscas sitio, pero no sabes dónde ponerlo; te lo quitan con prisa: molesto principiante. No sabes colocar tu cinturón; la azafata vuelve de nuevo, presurosa a corregir tu ignorancia: es hora de despegar. Quieres refugiarte, desconectarte con un poco de música, pero no sabes donde conectar los audífonos; ni como prender la pantalla; no sabes decir “no sé”. Tu vecino pide milk whit chocolate, te ofrecen lo mismo, no quieres, pero te sientes presionado y como reflejo espetas: Yes. ¿Te lo cobrarán? No la estas pasando bien; cuando viste tu nombre en la lista de becados lo imaginaste divertido; tus compañeros se despidieron no sin una involuntaria dosis de envidia; tus vecinos te imaginaron en unas vacaciones de ensueño, mucho mejores de las que ellos hayan vivido nunca; y tu novia (ahora ex) te acusó de inmediato de que seguramente alguna noche de copas terminarías con dos rubias sin complejos, enseñándoles el exótico sabor latino; pero no es así, esto dista de lo divertido, ¿Será tu mala suerte?

Llevas trece horas sentado entre dos acompañantes que no sueltan una palabra. Cansado y somnoliento, sacas de tu mochila de mano El insomnio de Bolívar, de Jorge Volpi. Los ojos a tu izquierda husmean lo que intentas leer y luego te miran con sincero desencanto: ¿Será porque el libro está en español? ¿ O será el nombre Simón Bolívar y sus incómodos reclamos contra el imperialismo y la colonización?
Te aferras con fuerza a tu asiento entre turbulencia; la adrenalina te reanima: Estas aterrizando en Europa. “Bienvenido a Holanda” dice una bocina en varias lenguas, pero nunca en español. Los mudos que te acompañaron por fin abren la boca: no entiendes un carajo. Nuevo caos para bajar: ¿Aquí se dejan los audífonos o te los puedes llevar? Duda legitima, te los dieron en un empaque cerrado y ya los abriste: ¿Los volverán a usar? Supones que no pero te da miedo llevártelos. Los dejas ahí. ¿Como serán las cárceles de Ámsterdam?
Desciendes en un clima que te hace sentir que México está en otro universo. Entre tanta niebla sin sol, imaginas que podrías hacer una nube con tus manos. Te formas en la fila para hacer la escala a Madrid. Una cálida mano acaricia tu espalda y volteas por instinto. Te habla y sonríe como si te conociera de antaño. Es está tu primera interacción en Europa y es con una mexicana. Estará de intercambio en Alemania y dos minutos de platica les basta para mirarse cual cómplices. Ahora la llaman, debe abordar otro vuelo. Te mira con una mueca de querer quedarse, pero no hay remedio. Le deseas suerte en su aventura y se abrazan. Sonriendo, ondea su mano diciendo adiós y tú sigues sin pedirle su número. Te arrepientes. Tonto y cobarde, en tus planes esta visitar Berlín, pero más aún porque ella es encantadora. Es muy pronto para preguntar: ¿Cuánto más te perderás por miedo?
Capitulo 2 de la novela Cartas a Madrid: Un ensayo sobre México
Javier Cuéllar Durán
5 y 6 de septiembre, 2017.
Aeropuerto de la Ciudad de México/
Aeropuerto de Ámsterdam, Holanda.
.

Kommentare