top of page

Una artística declaración de amor.

  • Foto del escritor: Javier Cuellar Duran
    Javier Cuellar Duran
  • 23 sept 2018
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 25 sept 2018

Son las seis friolentas horas de la mañana. Caminas entre neblina sobre un callejoncito empedrado. Angosto, angostisimo, apenas cabria una triada de amigos después de una noche de copas, arañando esas paredes de ladrillo rojo, tan inusualmente brillante que parece que la sangre le corriera. Es una pendiente inclinada, por lo que andas con el tronco hacia adelante, clavando la punta de los dedos en las rocas para poder ascender y no caer en picada. Piensas que esta caminata es un resumen de tu vida aquí: Para salir de este pueblo hay que luchar en contra de él: vencerle.


Irse es complicado porque de tu tierra todo queda lejos, absolutamente todo; excepto lo que realmente importa. Tal vez por eso la constante sea quedarse en él, la vida entera: no hay nada afuera que verdaderamente le haga falta. Tu abuela Petra, tan linda que se ve, por ejemplo, a punto de cumplir el centenario, no ha salido nunca de aquí. Y aunque para tu generación eso suene claustrofóbico, tú sabes que ella es y ha sido feliz entre este aire de montaña que casi congela ese rio que pasa junto a tu casita de barro, escoltado por música de grillos, donde se ve a Petrita nacer y donde también morirá.


La recuerdas con admiración. Quien como ella: Sentada en una silla apolillada frente a su vieja puerta de madera, con una manta sobre las piernas, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados apuntando a los rayos del sol: en paz. Luciendo esa primaveral sonrisa, parece que estuviese conversando con el universo, descifrando sus enigmas y hallando el sentido mismo de la vida. Su rostro delata la atemporalidad en la que se encuentra y el barco sin marea en el que viaja. Es como si el paisaje de pastos verdes se hubiese metido en su torrente sanguíneo y lo exhalara: se puede sentir como la fresca vida emana de ella, como el vapor al agua tras la llegada del sol. Le queda poco tiempo: ¿Qué tal que cuando regreses ya no está?


Te detienes, más por nostalgia que por cansancio, y pones la mano derecha sobre la pared de ladrillo rojo: tienes serias dudas de seguir. Alzas la mirada y observas sobre los tejados al alba espumear, como si los techos ardieran cálidamente. Miras ese incendio con tanta atención que te calienta la pupila. Tú y el paisaje se han vuelto uno sólo, como si dialogarán, como si ese hermoso amanecer tratara de decirte algo: ¿se estará despidiendo de ti o es reproche tu partida? Y de pronto, te parece que todo lo que existe en este pueblo, árbol, casita y animal, saben de tu huida y te miran melancólicos, extrañándote anticipadamente, tal como tú a ellos.


Respiras hondo, agachas la cabeza y continuas sin remedio, no sin la triste vergüenza de quien abandona lo que ama, por más justificados que estén sus motivos. De ahí que tu alegría tenga una pizca de arrepentimiento, como una felicidad impúdica que hay que esconder. Por eso, y a pesar de que tus allegados te miran con orgullo, como a un honorable caballero a punto de salir al combate, tu tez es la de un derrotado que no encontró en sus laureles la dicha. Conforme avanzas, tus latidos se vuelven más y más pesados, en cada paso te asfixias como si el aire se fuese quedando atrás, como si el viento helado de montaña que golpea tu cara estuviese vacío, arrepentido de darte la vida.


Ahora tienes frente a ti un vasto horizonte solitario. Caminas hacia él mientras tu pueblo se está quedando atrás, como palmando con su luz tu indiferente espalda. Imaginas los paisajes que encontrarás en tu nuevo destino: Cambiarás las montañas por edificios colosales; la vista de árboles por casas amontonadas; el misterio del bosque por secretos de ciudad; los caminitos empedrados por el asfalto; el silencio de la pradera por el escándalo de la plaza; el siempre presente “buenos días” de tus vecinos por la indiferencia del tumulto; la amplitud de tu jardín por el encierro de una diminuta habitación sin sol; el infinito cielo estrellado por un manto de smog; el andar de perros libres por mascotas mirando a la calle desde una ventana; los ojos de un pueblo que te vieron crecer por los de quienes ignoran todo de ti y nada les importas; la serenidad de los pasos en el campo por el correr ansioso de corbatas endeudadas; el perfume de la tierra mojada por el olor a alcantarillas. Y en tal discrepancia te preguntas, contrariado, si realmente vas hacia la civilización.


Tu miedo es evidente: Ser presa de esas trampas de ciudad y caer en el abismo de una vida mecánica, banal, envuelta en un ajetreo absurdo y sin alma: cambiar de pronto tu ausencia de peinado por estéticas con gel; asfixiar la fragancia natural de tu piel por lociones de etiqueta; adoptar una sonrisa de maniquí que se haga involuntariamente presente ante un jefe que te desprecia, mientras la bilis te quema por dentro. Te detienes: no quieres ser un muñequito de porcelana, tan bello y tan falso, que en su constante simulación se desaparezca a sí mismo.


Si me preguntas, eso es lo que puedo ver en tu colección de pinturas, Rafael. Al menos para mí, es muy notoria la historia que se refleja en ellas: La historia de tu salida de ese pequeño pueblo, el éxodo hacia la Ciudad de México. Paisajes se llamará, ¿no? No sé si tú estés de acuerdo con mi descripción. Es verdad que es una lectura basada no sólo en tu trabajo, sino que también en las anécdotas compartidas y en todas las charlas sobre nuestro pasado. Eso seguramente influye sobre mi diagnostico tanto como tus retratos. A veces, desde la psicología, vemos más de lo que realmente hay y otras tantas, la mayoría de las ocasiones, solemos advertir muy poco del halo de misterio que guardan los pacientes. Pero en este caso, sin afán de halagarte por falsa cortesía, querido, tu pincel es muy demostrativo y parece que quisiera gritar la pérdida definitiva del paraíso, como si éste existiera, pero fuera ya del alcance de las manos. ¿Qué piensas de lo que te digo?



--Creo que tienes razón, Gabriel: tú ya estás condicionado por lo que sabes de mí, me conoces de sobra, seguramente más que nadie. Desde que llegué a España te convertiste en mi familia. Hemos vivido cuatro años juntos y no han sido en vano. Es obvio que preguntarte específicamente a ti es un pésimo parámetro para tantear cual sería el mensaje que el público podría captar en estos Paisajes. Pero, por otro lado, me emociona que puedas dar una explicación tan profunda: Parece que hemos llegado a un nuevo nivel de intimidad y de conocimiento del otro, donde podríamos prescindir de las palabras, y usarlas sólo para corroborar lo que pensamos uno del otro, para saber si estamos en lo correcto cuando uno interpreta tal cosa por un giño, por una mueca, o por el silencio. La comunicación sin palabras: el Verbum Mentís.


Sobre tu análisis, me recuerda a Pierre Menard, autor el Quijote, la ficción de Borges donde Pierre consigue ser, ver y pensar como Miguel de Cervantes, a tal grado que logra reescribir, sin trascribir una sola letra, al Quijote; pero ahora, a pesar de ser exactamente el mismo texto, Menard le dota de un significado mucho más amplio. Es decir, no sólo plasma cada coma que Cervantes escribió, sino que también, al reescribirlo siendo Menard, le dio al Quijote un nuevo sentido, añadido por las experiencias de su nuevo autor. De ahí que Borges sostiene que, a pesar de que ambas obras son el mismo texto, es el de Menard mucho más poderoso y lleno de significantes que el de Cervantes.


Exactamente eso, mi querido Gabriel, he sentido con lo que acabas de hacer: has reescrito mis Paisajes con fidelidad, como si los hubieses dibujado tú, pero tus ojos le han dado luz a elementos desconocidos, que ignoraba totalmente y que aumentan la riqueza discursiva de la obra. Te soy sincero: yo no tenía plena conciencia de las confesiones que se plasman ahí hasta que tú las has expuesto, y me supongo, aunque me cueste aceptarlo, que tienes razón.




-- Esta es una de esas situaciones en las que uno se lamenta ser tan listo, joder.

-- Amor, creo que deberíamos hablar de esto de manera seria. Me preocupa un poco.

-- Está bien. Perdona, era broma: No me molesta ser tan listo.

-- Gabriel, que no jodas con tus chistes ahora.

-- Está bien. Lo siento. Ven, abrázame. La verdad es que sí quisiera equivocarme: Pues si tengo razón, me imagino que ahora nuestros planes debiesen cambiar: No quiero que sigas cargando el peso que se entreteje en tus pinturas. Psicológicamente hablando, te has reprimido tanto que has llevado tus anhelos a un nivel de inconciencia, durante años. Por eso me he enterado de ellos por medio de tu pincel y no mediante tu boca.

-- Supongo que es lógico: No he vuelto a casa desde que me fui a estudiar a la Ciudad de México. Eso fue hace ya diez años.

-- Joder, macho, pues creo que entonces te lo has buscado: Cuando de pronto se te ocurra pintar en la sala, un Apocalípsis como el de la Capilla Sixtina, no me busques que te lo tendrás bien merecido. No habrá sexy genio psicólogo que te alivie. Ya, ya, ya… tío, ven, estoy jugando. Esto no es una terapia real: sólo el amor de tu vida diciendo estupideces para dibujarte una sonrisa; que no me gusta verte así.

-- Te lo agradezco, Gabriel.

--- No, hablo en serio, con esa cara de angustia no me gustas nada: quiero el divorcio.

--- ¡Me lleva la ch… -Y Gabriel le robó un beso. mismo que Rafael correspondió con certeza, como diciendo, con las caricias de sus labios, que a pesar de los malos días, bien podría dar la vida por él...


[Ahora no hay mucho que narrar, más que besos y más besos].




-- Debí regresar.-Dice Rafael recostado sobre el pecho de Gabriel- Siempre me excusé en que hacerlo me resultaba muy costoso y luego me acostumbré a trabajar todo el tiempo, incluso en vacaciones; dedicarme por completo a la facultad durante el semestre y desvelarme un poco cada noche para poder garabatear. Luego, llegó de sorpresa la beca que me trajó aquí y, entre tanto tramite burocrático, no me dio tiempo volver a mi pueblo y despedirme. Regresaré pronto. Pensé. Pero mírame ahora, desde que llegué no me quiero ir. Todo es por tu pinche culpa, Gabriel: Si no te amara tanto…

¿A quién llamas?

-- A tu jefe. Estás muy enfermo y no te podrá explotar como de costumbre. Pediré que te adelante las vacaciones. Anda, ya no alegues y trata de toser un poco que ya sabes que tu patrón no nos quiere mucho que digamos por ser tíos machos adictos a la testosterona… de otros hombres.

-- Cuelga por Dios ¿Pero qué rayos estás haciendo? - Dice entre preocupadas risas Gabriel.

-- Lo que tú debiste hacer hace tiempo. ¡Hostia, por fin conoceré México!--

Rafael, al verle a Gabriel haciendo malabares para convencer a su jefe de una supuesta enfermedad, sintió algo así como un rayo que recorrió su piel. Sin pensarlo camino hacia su habitación. Salió con la mano derecha cerrada, escondiendo algo. Comenzó a llorar sin gestos, sin quejidos, como si su alma se desbordara de su cuerpo, y confesó, con una voz delgada y tambaleante, que tenía esto planeado para dentro de unos meses, pero que no podía soportarlo más. Abrió su puño y un anillo sin estuche brilló frente a los ojos atónitos de Gabriel.

- Era de mi madre y ahora te lo ofrezco: ¿Aceptas?


Javier Cuéllar Durán

Nov, 2017, en algún lugar de España




Comments


Únete a nuestra lista de correo

No te pierdas ninguna actualización

Email

bottom of page